La Batalla de Lepanto

7 de octubre de 1571. En las aguas del Golfo de Patras, cerca de la ciudad fortificada de Naupacto (conocida por los venecianos y españoles como Lepanto), se libró una batalla naval que no solo detuvo una marea, sino que redefinió el equilibrio de poder entre dos civilizaciones.

La última semana de septiembre de 1571 fue una de tensión insoportable y decisiones críticas. La flota de la Liga Santa, una coalición cristiana reunida a instancias del Papa Pío V, se encontraba anclada en Mesina, Sicilia. Estaba comandada por el joven y carismático Don Juan de Austria, hermanastro del rey Felipe II de España. La flota era un mosaico de intereses: la mitad de las galeras eran venecianas, ansiosas por vengar la reciente y brutal caída de Chipre a manos de los otomanos; la otra mitad la componían las naves españolas, papales, genovesas y de otras pequeñas potencias italianas. Las disputas internas eran constantes, pero el genio de Don Juan y la sabiduría de veteranos como Don Álvaro de Bazán lograron mantener la cohesión.

El 16 de septiembre, la imponente flota cristiana, con más de 200 galeras y seis enormes galeazas artilladas, zarpó hacia el este. Su objetivo era encontrar y destruir a la flota otomana, comandada por el almirante Müezzinzade Ali Pasha, que se resguardaba en el golfo, cerca de Lepanto.

Los días previos al 7 de octubre estuvieron marcados por vientos contrarios y una febril actividad de exploración. El ambiente en la flota cristiana era una mezcla de fervor religioso y miedo. Don Juan de Austria, consciente de la magnitud del desafío, recorrió sus naves, arengando a los hombres no como soldados de una nación, sino como defensores de la cristiandad. En un gesto que pasaría a la historia, ordenó que se liberara a los galeotes (remeros forzados) cristianos, prometiéndoles la libertad si luchaban con valor.

En la mañana del domingo 7 de octubre, las flotas se avistaron. El mar estaba en calma, el sol brillaba. La flota otomana, superior en número de naves, pero inferior en artillería y soldados de infantería, salió del golfo para presentar batalla. Ali Pasha, confiado en la invencibilidad naval otomana que había prevalecido durante décadas, desplegó sus naves en una vasta media luna.

Don Juan ordenó formar a su flota en línea. En el flanco izquierdo, los venecianos de Agostino Barbarigo. En el centro, él mismo a bordo de la galera «Real», flanqueado por los veteranos comandantes Sebastián Venier y Marcantonio Colonna. A la derecha, el genovés Gianandrea Doria. Y como reserva estratégica, el experimentado Álvaro de Bazán. La innovación táctica cristiana fue crucial: las seis galeazas venecianas, lentas pero artilladas como fortalezas flotantes, se posicionaron delante de la línea principal. Su misión era simple: romper la formación otomana con su devastadora potencia de fuego antes de que comenzara el combate cuerpo a cuerpo.

El estruendo de los cañones de las galeazas marcó el inicio del fin para muchos otomanos. Sus disparos abrieron enormes brechas en la apretada formación turca, sembrando el caos y la muerte. Tras esa primera andanada, las líneas de galeras chocaron. La batalla dejó de ser naval para convertirse en una serie de sangrientos combates terrestres sobre plataformas flotantes. El entrechocar del acero, los gritos de guerra, el humo de los arcabuces y el olor a pólvora y sangre llenaron el aire.

En el centro, la «Real» de Don Juan y la «Sultana» de Ali Pasha se embistieron directamente en un duelo épico. Durante más de una hora, oleadas de tercios españoles y soldados papales intentaron abordar la nave insignia otomana, siendo repelidos una y otra vez por los temibles jenízaros. Finalmente, reforzados por la reserva de Álvaro de Bazán, los cristianos lograron tomar la «Sultana». Ali Pasha fue abatido, y su cabeza, izada en una pica en el mástil de la «Real», provocó el colapso moral del centro otomano. El estandarte del Profeta fue capturado, y en su lugar se alzó un crucifijo.

La batalla duró poco más de cuatro horas. Al final de la tarde, el mar estaba teñido de rojo. La flota otomana fue aniquilada. Más de 200 de sus naves fueron capturadas o hundidas, y solo una pequeña parte logró escapar. La Liga Santa había logrado una victoria total y aplastante.

La Trascendencia de Lepanto: Más Allá de la Victoria

La importancia de la Batalla de Lepanto para la historia universal y para la cristiandad es inmensa y multifacética.

Primero, rompió el mito de la invencibilidad naval otomana. Durante casi un siglo, el Imperio Otomano había dominado el Mediterráneo. Sus flotas parecían imparables, conquistando islas y amenazando las costas de Italia y España. Lepanto fue un golpe psicológico devastador para los otomanos y una inyección de moral sin precedentes para una Europa que vivía bajo una sombra de temor. Demostró que, con unidad y determinación, el poder turco en el mar podía ser derrotado.

Segundo, marcó un punto de inflexión estratégico. Aunque los otomanos reconstruyeron su flota con asombrosa rapidez, nunca recuperaron la calidad de sus tripulaciones y arqueros expertos, perdidos en la batalla. La victoria cristiana aseguró el control del Mediterráneo occidental y detuvo de forma decisiva la expansión otomana por esa vía. El foco del poder mundial ya se estaba desplazando hacia el Atlántico, pero Lepanto garantizó que el corazón de Europa no sería amenazado desde el mar.

Para la cristiandad, Lepanto fue un milagro. El Papa Pío V había pedido a todos los fieles que rezaran el rosario por la victoria. Cuando la noticia del triunfo llegó a Roma, se atribuyó directamente a la intercesión de la Virgen María, estableciendo la festividad de Nuestra Señora de las Victorias, hoy conocida como Nuestra Señora del Rosario. La batalla se convirtió en un poderoso símbolo de la fe cristiana triunfante contra un adversario formidable, reforzando la identidad católica en una era marcada por la Reforma protestante.

El Papel de las Naciones de la Liga Santa

La victoria no habría sido posible sin la frágil pero efectiva alianza de las potencias cristianas, cada una con un papel vital:

Los Estados Pontificios (Papa Pío V): Fueron el alma y el cerebro de la Liga. El Papa fue el catalizador que unió a rivales históricos, proveyendo la legitimidad moral y la justificación religiosa para la cruzada. Su diplomacia y su fe inquebrantable fueron el cimiento de la alianza.

El Imperio Español (Felipe II): Fue la espina dorsal militar y financiera. España aportó la mayor parte de la financiación, el comandante en jefe (Don Juan de Austria), los soldados de infantería más temidos de la época (los tercios, que fueron decisivos en los abordajes) y una porción crucial de la flota. La experiencia de marinos como Álvaro de Bazán fue indispensable.

La República de Venecia: Fue el músculo naval. Aportó la mayor cantidad de galeras y marineros, además de la innovación táctica de las galeazas. Para Venecia, esta era una lucha por la supervivencia de su imperio comercial y por vengar la pérdida de Chipre. Su pericia naval era insuperable.

Génova, los Caballeros de Malta y otros estados italianos: Aunque menores, sus contribuciones fueron importantes. Génova aportó al experimentado almirante Gianandrea Doria y sus naves, mientras que los Caballeros de Malta, veteranos de la lucha contra los otomanos, aportaron su invaluable experiencia de combate.

En resumen, Lepanto fue el resultado de una rara confluencia de fervor religioso, necesidad estratégica y cooperación internacional. Fue una batalla brutal que, en una sola tarde, no solo salvó a la cristiandad de una posible invasión, sino que también cambió para siempre las corrientes del poder en el Viejo Mundo. Su eco resuena aún hoy, como un recordatorio de que la historia, a menudo, se decide en un solo día.