Nos refiere San Juan Evangelista –quien estuvo al lado de Jesús en la Última Cena– que sabiendo Él que el momento de su suplicio se acercaba, oró al Padre y levantando los ojos al cielo añadió: “Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él la vida eterna. (…) He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra (…). Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos (…). Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. (…) . Pero no ruego sólo por estos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, PARA QUE TODOS SEAN UNO, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, A FIN DE QUE SEAN UNO COMO NOSOTROS SOMOS UNO.” (Jn 17, 1-22)
Por desgracia, desde los primeros años del cristianismo, el enemigo del género humano conspiró para dividir a los discípulos de Cristo y generar discordias, malentendidos e incomprensiones, a veces mutuas. Entre los mismos fieles se produjeron fricciones que llevaron a San Pablo a advertirles “Acoged al flaco en la fe, sin entrar en disputas sobre opiniones. Hay quien cree poder comer de todo; otro, flaco, tiene que contentarse con verduras. El que come no desprecie al que no come, y el que no come no juzgue al que come, porque Dios le acogió. (…). Hay quien distingue un día de otro día y hay quien juzga iguales todos los días; cada uno proceda según su sentir. (…) . Y tú, ¿Cómo juzgas a tu hermano? O ¿por qué desprecias a tu hermano? Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. (…) Por tanto, trabajemos por la paz y por nuestra mutua edificación. (Rom 14, 1-19).
Y a los corintios, insiste el apóstol “Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente y no haya entre vosotros cisma, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir. (…) y cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo?” (1 Cor 1, 10-13).
A pesar de tales amonestaciones del apóstol y los esfuerzos de los doce y de los primeros cristianos, ya en vida de San Pedro aparecieron los traficantes de reliquias o de gracias, los simoníacos, derivados de Simón el Mago que quiso comprarle a San Pedro el poder de curar.
Histórico encuentro entre S.S. Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I, de Constantinopla, en el Monte de los Olivos durante el viaje del primero a Jerusalén, quien ya se había reunido con el patriarca greco ortodoxo Benedictos y el Patriarca Armenio Derderian
Con el tiempo se multiplicaron las herejías y las sectas, y así aparecieron los pelagianos, nestorianos, maniqueos, arrianos, etc. hasta nuestros días, en que diversidad de grupos cristianos, surgidos sobre todo a raíz de la rebelión de Lutero, Calvino y Zwinglio, proclaman ser la auténtica iglesia de Cristo. Y así, una ingente cantidad de hermanos que reconocen a Cristo como el Salvador de los Hombres, nacen en el seno de esos grupos, encaminados ya hacia posiciones de divergencia con los demás.
De ahí que la Iglesia asume muy en serio la necesidad de entablar un diálogo ecuménico con todos esos grupos cristianos para tratar de recuperar, hasta donde sea posible, la unidad deseada por Cristo. Y, de hecho, los últimos Papas han puesto un considerable énfasis en enrumbar hacia ello; con mayor razón cuando resulta un escándalo para las almas, que, entrado ya el tercer milenio de la venida de Jesucristo, permanezca la división.
Pero ello solamente podrá lograrse si el punto de partida del diálogo ecuménico sea la consideración de que la separación tiene su origen en las trampas que tiende el padre de la mentira, Satanás. Él es quien nubla las inteligencias, alienta las soberbias, perjudica la caridad y hace todo cuanto posible porque la Sangre derramada por Cristo no dé todos los frutos que debiera.
Ya unas cuantas décadas antes de la caída de Constantinopla, los patriarcas griegos en unión con los obispos católicos efectuaron un enorme esfuerzo de aproximación, hasta que lograron llegar a conceptos comunes y tolerancias mutuas, que permitieron la integración de ambas iglesias separadas por siglos de cisma. Por desgracia, el clero bajo y algunos patriarcas griegos actuaron ferozmente contra la ansiada unidad y echaron por tierra esos esfuerzos (Cfr. restauración Católica No. 3 Nov. 2020: “Cuando el fuego del cielo alumbra la Iglesia del Santo Sepulcro”).
También durante el pontificado de Benedicto XVI diversas comunidades anglicanas se incorporaron al seno de la Iglesia, al punto que el Papa debió dictar diversas instrucciones para la asimilación de los pastores evangélicos.
Muy significativas fueron las palabras del Papa Francisco cuanto los terroristas del llamado “Estado islámico” asesinaron a un grupo de cristianos coptos en el norte de África, quienes murieron pronunciado el santo nombre de Jesús. El Papa los calificó de mártires del cristianismo, honrándolos con tan gran reconocimiento.
El ecumenismo, por cierto, no significa que se acepte que “todas las religiones son iguales” o que “no importa cómo se adore a Dios o a Jesucristo”, y menos aún que cada quien adopte la “espiritualidad” que sea mayor de su gusto o que mejor “le acomode”. Pero sí significa reconocer que existen muchas veces grandes elementos de verdad y de caridad para con Dios y para con el prójimo en otros grupos cristianos.
El Catecismo de la Iglesia Católica es claro en señalar que las iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de Roma que, al decir de San Ignacio de Antioquía preside en la caridad a todas ellas, palabras estas últimas empleadas por el Santo Padre Francisco en el primer discurso que dio desde el balcón vaticano apenas electo Papa.
“La Iglesia se siente unida por muchas razones con todos los que se honran con el nombre de cristianos a causa del bautismo, aunque no profesen la fe en su integridad o no conserven la unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro. Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica. Con la Iglesias ortodoxas, esa comunión es tan profunda que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una celebración común de la eucaristía del Señor.” Así se contiene en el Catecismo, canon 838 (aunque para facilidad de lectura hemos suprimido las menciones a documentos pontificios o conciliares que se señalan en el texto original).
Desde el viaje de Paulo VI a Jerusalén y su encuentro con el Patriarca Atenágoras, hasta nuestros días han pasado ya varias décadas y no es mucho lo que se ha avanzado a pesar de los diversos simposios, conferencias, ceremonias y acciones comunes. San Juan Pablo II publicó inclusive, en 1995, la encíclica titulada Ut unum sint (Que sean uno), en que reconoce que en otras comunidades cristianas existen claros elementos de santificación y de verdad.
Señala el Papa en esa importante carta que “El Decreto conciliar (se refiere al Concilio Vaticano II) sobre el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a declarar que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios». Reconocer todo esto es una exigencia de la verdad. (…) En relación a los miembros de esas Comunidades, declara: «Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor». (…) Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas. (…) De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica, que Él había preparado «desde el tiempo de Abel el Justo». Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades, donde ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad.”
Y aclara el Papa: “La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial —en el designio de Dios— para la comunión plena y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de la propia fe. La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos.”
Concluye el Papa diciendo, que “La fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y edifica la Iglesia a través de los siglos. Dirigiendo la mirada al nuevo milenio, la Iglesia pide al Espíritu la gracia de reforzar su propia unidad y de hacerla crecer hacia la plena comunión con los demás cristianos. (…) Yo, Juan Pablo, humilde servus servorum Dei, me permito hacer mías las palabras del apóstol Pablo, cuyo martirio, unido al del apóstol Pedro, ha dado a esta Sede de Roma el esplendor de su testimonio, y os digo a vosotros, fieles de la Iglesia católica, y a vosotros, hermanos y hermanas de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, « sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros » (2 Cor 13, 11.13).
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.”
Y nosotros decimos Amén.

