Santa María, Reina del Universo.

Ha sido costumbre tradicional llamar Rey a Jesucristo, pues ciertamente y con toda razón lo es. Así lo menciona el antiguo himno litúrgico de acción de gracias Te Deum al afirmar tal realeza: “Tu, Rex gloriae Christe (Tú eres el Rey de la gloria, Cristo)”.

Coincidentemente este año conmemoramos los 1700 años de la celebración del Concilio de Nicea, el cual definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras “cuyo reino no tendrá fin” en su fórmula de fe, afirmaba la real dignidad de Jesucristo.

Es ilustrativo lo que se dice en el Libro de Daniel a propósito de ello: “Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás… (Dan. 7, 13-14)”. El reino de Jesucristo es por lo tanto un reino no solo indestructible, sino, eterno, porque al ser consustancial al Padre posee las mismas cualidades y rango que el Padre. No hay nadie por encima de Él, porque Él es “Rey de Reyes y Señor de Señores (Ap. 19,16)”.

El reinado de Jesucristo es entonces eterno, pero al mismo tiempo es un reinado de verdadera justicia, no como la justicia humana, sino una justicia de equidad “Tu trono es de Dios para siempre jamás; un cetro de equidad, el cetro de tu reino (Sal 44,7)”. El profeta Isaías así también lo entiende: “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre «Maravilla de Consejero», «Dios Fuerte», «Siempre Padre», «Príncipe de Paz». Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia, Desde ahora y hasta siempre, el celo de Yahveh Sebaot hará eso (Is. 9,5-6)”.

Pero Jesucristo es también un Rey manso como lo predice el profeta Zacarías: “¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna (Zac. 9,9).” Jesucristo encarna la mansedumbre en el pleno sentido del término: “cuando lo insultaban, no devolvía el insulto… al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente (1Pe 2,23)”.

Así, el Rey de Reyes, es, además, rico en misericordia: “Pero Dios nos amó con tanto amor que fue generoso en su misericordia (Ef. 2, 4)”, y “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn. 3,16)” Ello porque “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16).” Este es el máximo atributo de Dios. El mismo Señor Jesús le revela a Santa Faustina Kowalska dicho atributo: “Proclama que la misericordia es el atributo más grande de Dios. Todas las obras de mis manos están coronadas por la misericordia (Diario de Santa Faustina Kowalska 301).” “Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado (Dives in Misericordia 6).” 

Este es el Rey manso, humilde, infinitamente misericordioso que tomó la condición humana, que se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre. Este Rey humilde, inflamado de amor por el hombre, le dice a Santa Faustina Kowalsaka: “Escribe esto: Antes de venir como Juez Justo vengo como el Rey de Misericordia (Diario de Santa Faustina Kowalska 83).” Con el sacrificio en la Cruz, llega la plenitud del amor misericordioso.

Cuando uno es pequeño encuentra la seguridad y el amor en su madre. Jesús encarnado en María, encuentra esa ternura en la doncella humilde de Nazaret y creció a la sombra de su cuidado. Como dice la antigua canción mariana Salve Salve “…y a tus pechos bebió tu ternura, y a tus brazos cayó de la Cruz” “He ahí a María que, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor «por su misericordia», de la que «de generación en generación» se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios (Dives in Misericordia 5).”

María y solo ella gesta en su vientre a la Misericordia misma, su prima Isabel lo reconoce: “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno (Lc. 1, 43-44).” Así se le revela a Santa Faustina Kowalska: “Una vez me dijo el confesor que rogara según su intención, y comencé una novena a la Santísima Virgen. Esa novena consistía en rezar nueve veces la Salve Regina. Al final de la novena vi a la Virgen con el Niño Jesús en los brazos y vi también a mi confesor que estaba arrodillado a sus pies y hablaba con Ella. No entendía de que hablaba con la Virgen porque estaba ocupada en hablar con el Niño Jesús que había bajado de los brazos de la Santísima Madre y se acercó a mí. No dejaba de admirar su belleza. Oí algunas palabras que la Virgen le decía, pero no oí todo. Las palabras son estas: Yo soy no sólo la Reina del Cielo, sino también la Madre de la Misericordia y tu Madre. En ese momento extendió la mano derecha en la que tenía el manto y cubrió con él al sacerdote. En ese instante la visión desapareció (Diario de Santa Faustina Kowalska 330).”

Es justo, por lo tanto, y con el sentir de toda la Iglesia, proclamar y reconocer en María, no solo a la Reina y señora de todo lo creado; sino a la Madre de la Misericordia, que es el mismo Cristo, Rey del Universo.  Como dice la letra del Regina Coeli “Ya que con Él sufriste, con Él reinando gozas”.

¡¡¡¡¡Viva Cristo Rey!!!!!